Y un día tu amor se cruzó con mi destino.
De frente impactaron en un instante imprevisible, cambiando mi historia para siempre a un desenlace impensado.
Morí a mi antigua vida. Una chispa de tu cielo me abrazó, y fue suficiente.
La ansiada libertad ya no era un sueño.
El triste pasado se hizo recuerdo y la luz de un nuevo amanecer se coló por cada insignificante resquicio de mi resquebrajado corazón herido.
Morí a mi soledad, y con ella, a todo resabio de amargura.
El ímpetu de tu llama consumió hasta el último despojo de agonía que resguardecía mi alma.
Pintando de fulgor mi descolorido espíritu, teñiste de esperanza las paredes de un cuerpo desahuciado de ilusiones y caricias, rebosando tu encanto en mi sedienta piel de ti.
Y morí a mi terca tozudez de creerme merecedor de desdichas y miserias. Esa dejada manera mía de sentirme en la nada, por jamás bastar mi propio yo para transformarme. Pero apareciste también para lograr milagros.
No pude prever tu llegada, pero te imaginaba en sueños mucho antes de mi abismo. Ya estabas ahí, con ese ángel que vino a cambiar cada incertidumbre por certezas, cada historia en porvenir.
Morí a mi mundo, me hice carne en tu universo. Y me gustó tanto que ya no extraño mi tierra.
Morí a los silencios que rezaban tu nombre y ahora grito sin ataduras la belleza de vivir en ti.
Los susurros son clamor y la pasión dejó de lado la tibieza para ahogar en la dulce hoguera del amor, las medias tintas de una anterior subsistencia, apática y sin sentido.
Nací a un nuevo mañana que hoy comienza. Las hojas están en blanco, con infinitos instantes deseosos por narrar, noveles e indelebles recuerdos.
Y aquí estamos tú y yo, como protagonistas de una trama de amor que augura la más bella leyenda jamás contada.
Y un día tu amor se cruzó con mi destino
Por Ignacio Larre